jueves, 15 de septiembre de 2011

22. La obediencia de Cristo hasta la muerte para darnos la Vida: Heb 5, 5-9




    Cristo dirigió durante su vida terrena súplicas y plegarias, con fuertes gritos y lágrimas, a aquel que podía salvarlo de la muerte, y fue escuchado por su humilde sumisión. Y, aunque era Hijo de Dios, aprendió por medio de sus propios sufrimientos lo que significa obedecer, y así es causa de salvación eterna para todos los que le obedecen. Jesús es el Mártir Supremo del Reino de la Vida. Los datos históricos de su ejecución, presenciados por muchos, y extraídos hoy de las fuentes bíblicas y extrabíblicas, pueden ser resumidos así. Jesús fue condenado a muerte cuando Tiberio era emperador de Roma, por el gobernador Poncio Pilato, el 8 de abril del año 30 o el 4 de abril del 33, cuando el 14 de Nisán cayó en viernes. Había atraído a muchos judíos y otros de origen griego, y cuando fue condenado a la cruz, los que lo habían amado, nunca dejaron de hacerlo. La sentencia fue dictada por Pilato, debido a una acusación previa por parte de las autoridades del Templo judío, presididas por Caifás, sumo sacerdote desde el año 18 al 36, y cabeza del Sanedrín; quienes vieron una provocación inaguantable en la entrada de Jesús el profeta del Reino, en Jerusalén y la expulsión a latigazos de los vendedores del Templo, lo que colmaba sus sospechas. Judas colaboró para que la detención fuera discreta. Sólo Jesús fue ejecutado, la autoridad no tocó a sus seguidores; lo que indica que Él era considerado un fanático peligroso, ya que su mensaje del Reino denunciaba de raíz el sistema vigente, pero nadie vio en Jesús al cabecilla de un grupo de sediciosos, pues sus seguidores no fueron tocados.
    Bastaba con torturar y crucificar al líder para escarmentar a los demás y terminar con el movimiento. La violencia, los salivazos, los golpes, las burlas, la flagelación en que el cuerpo desnudo era despellejado con el flagrum hasta los huesos, eran parte de una ejecución ejemplar. Jesús quedó tan debilitado que ni pudo llevar el patibulum desde el Litóstrotos al Gólgota, unos 500 m. Se lo crucifica con otros sediciosos y en el stipes fijan la tabella, la causa de la pena de muerte: Rey de los judíos. La altura de la cruz no superaba, por lo general, los dos metros, para que los pies de la víctima quedaran a unos 20 cm de sus torturadores y de los perros salvajes que la devoraban junto con los cuervos. No sabemos si utilizaron el sedile y el suppedaneum. Es factible que no, para acelerar su muerte, por asfixia o paro cardíaco hipovolémico, debido al inicio de la Pascua al caer el sol. Las convulsiones y el estertor le sobrevinieron muy rápido. A las 3 de la tarde dio un fuerte grito en arameo: Eloí, Eloí, lemá sabactaní, y murió sumergido en la obscuridad, dejando todo en su Abba.
    Nunca sabremos el Misterio de cómo vivió Jesús el drama de su martirio por el Reino, con su psicología unida a la Persona del Verbo. Lo que la revelación nos deja entrever gira alrededor de los sufrimientos del justo inocente descripto en los poemas del Siervo de Yahveh y en varios salmos, en especial el 22, 31, 35, 38 y 42. Al final de su vida, que había sido fuerte y gozosa, entra en una gran tentación de angustia y desconcierto, y llega a pedirle al Padre que lo libre de la cruz. En Getsemaní queda tirado en el suelo, con su rostro en tierra, gritando, llorando y sudando sangre, suplicando a su Abba que lo salve de esa muerte. Es como un niño pequeño y asustado que se abraza a las piernas de su papá y espera que éste lo alce y bese en la frente. No ve que el Reino tenga que llegar a través de esa ejecución maldita y horrorosa a su hipersensibilidad, la tentación toca la cooperación entre sus dos voluntades.
    Se va serenando al abandonarse en las manos de su Padre. Va a morir sin ver realizado su proyecto del Reino de la Vida, ya no sabe quién va a perdonar a los pecadores, ayudar a los pobres, curar a los enfermos, traer la justicia y el amor sin violencia. La dispersión de sus discípulos es signo evidente de su fracaso. Los relatos bíblicos resaltan la soledad y el silencio sobrecogedor del Siervo sufriente. Casi nadie se fija en ese pequeño grupo que acompaña, al que va a ser ejecutado afuera de la ciudad, cerca de la puerta de Efraím. En ese preciso momento la actividad de la ciudad es febril, miles de peregrinos están en ella y miles de corderos están siendo sacrificados en el Templo para la Pascua. El pueblo no lo ha defendido. María y Juan y tres mujeres miran desde lejos, perdidos entre la chusma burlona y hostil, los soldados no permiten acercarse a nadie.
    Aprendió sufriendo lo que significa obedecer. Jesús vino a transfigurar el mundo, pero supo desligarse de la más fuerte tentación que ataca a los que quieren cambiar a los otros. Percibir más la fragilidad de los demás que la suya propia. Pensar que los otros deben obedecer, él no, él debe ser obedecido. No verse como un miembro más de una comunidad falible sino como un iluminado intocable en posesión absoluta de la verdad y la justicia. Querer concluir que porque una orden dada, menos buena para él, es ilegítima y contraria a su conciencia, ignorando la oscuridad y ambigüedad humana. Poner su consciencia por encima de Dios y fusilar a los que no piensan como él, como hacen los desobedientes revolucionarios y asesinos.  Por eso es causa de salvación para los que le obedecemos, porque Él también obedeció el proyecto enloquecedor de su Padre: El proyecto de Dios surge del destrozo de los nuestros, sus designios superan todo lo que podamos planear. La Vida salta de la muerte.  

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