martes, 27 de agosto de 2013

175. Fe que escucha, ve y toca al Verbo hecho carne: Rom 10, 14-17 y Jn 12, 44-47


    La fe nace de la escucha, y la escucha se realiza en virtud de la Palabra de Cristo.  El conocimiento de la fe, ligado a la alianza con un Dios que es Amor, fe amante con obras y amor iluminado con teología, Verbo que me dirige su Palabra en esperanza, es presentado por la Biblia como escuchar con el oído. Dios por Pablo habla de la fides ex auditu, la fe nace del mensaje que se escucha. El conocimiento asociado a la palabra es siempre personal, reconoce la voz, la acoge en libertad y la sigue en la obediencia de la fe. Rm 1,5; 16,26 La fe es un conocimiento que se aprende en un camino o proceso de seguimiento. Escuchar ayuda a representar bien el nexo entre conocimiento y amor.
    La escucha se ha contrapuesto a veces a la visión, que sería más propia de la cultura griega, europea, distinta de la hebrea, asiática. La luz, si por una parte posibilita la contemplación de la Totalidad, a la que el hombre siempre aspira, quitaría espacio a la libertad, pues desciende del cielo y llega a los ojos, sin esperar a que el ojo responda. Además, sería como una invitación a una especie de contemplación extática, Theoría ver a Dios, separada del tiempo concreto en que el hombre goza sufre y muere. Así el acercamiento bíblico al conocer estaría opuesto al griego, que buscando una comprensión completa de la realidad, ha vinculado el conocimiento a la visión.
    Sin embargo, esta supuesta oposición no se corresponde con el dato bíblico. Ya la Primera Alianza ha combinado ambos tipos de conocimiento, puesto que a la escucha de la Palabra de Dios se une el deseo de ver su rostro. De este modo, se pudo entrar en diálogo con la cultura helenística, diálogo que pertenece al corazón de la Escritura y de la Revelación a través de los siglos. El oído posibilita la llamada personal y la obediencia, y también, que la verdad se revele en el tiempo; la vista aporta la visión completa de todo el recorrido y nos permite situarnos en el gran Proyecto del Padre. Sin esa visión, tendríamos sólo fragmentos aislados de un todo desconocido. No captaríamos la Totius Christi Visio. Vi un cielo nuevo y una tierra nueva. Vi la Ciudad Santa, la Nueva Jerusalén. Y una voz que decía ésta es la Morada de Dios que estará con ellos y secará todas sus lágimas porque el esquema del mundo viejo ya pasó. Ap 21, 14
    La conexión entre el ver y el escuchar, como órganos del conocimiento de la fe, aparece con  claridad en la literatura joánica, donde creer es escuchar y, al mismo tiempo, ver. La escucha de la fe tiene las mismas características que el conocimiento propio del amor, es una escucha personal, que distingue la voz y reconoce la del Buen Pastor, Jn 10,3-5 una escucha que requiere seguimiento, como en el caso de los primeros discípulos, que oyeron sus palabras y siguieron a Jesús. Jn 1,37 Por otra parte, la fe está unida también a la visión de los signos de Jesús que suele preceder a la fe, como en el caso de aquellos judíos que, tras la resurrección de Lázaro, al ver lo que había hecho Jesús, creyeron en él. Jn 11,45 Otras veces, la fe lleva a una visión más profunda, si crees, verás la gloria de Dios. Jn 11,40 Al final, creer y ver están entrelazados, el que cree en mí, cree en el que me ha enviado. Y el que me ve a mí, ve al que me ha enviado. Gracias a la unión con la escucha, el ver también forma parte del seguimiento de Jesús, y la fe se presenta como un camino de la mirada, en el que los ojos se acostumbran a ver en profundidad. Así, en la mañana de Pascua, se pasa de Juan que, todavía en la oscuridad, ante el sepulcro vacío, vio y creyó, Jn 20,8 a María Magdalena que ve, ahora sí, a Jesús Jn 20,14 y quiere retenerlo, pero se le pide que lo contemple en su camino hacia el Padre, hasta llegar a la plena confesión de la misma Magdalena ante los discípulos, he visto al Señor. Jn 20,18
    La síntesis entre el oír y el ver la hace posible la persona concreta de Jesús, que se puede ver y oír. Él es la Palabra hecha carne, cuya gloria hemos contemplado. La luz de la fe es la de un Rostro en el que se ve al Padre y la Unción del Espíritu. La verdad que percibe la fe es la manifestación del Padre en el Hijo, en su carne y en sus obras terrenas, verdad que se puede definir como la vida luminosa de Jesús. Esto significa que el conocimiento de la fe no invita a mirar sólo una verdad interior. La verdad de la fe está centrada en el encuentro con Cristo, en la contemplación de su vida, en la percepción de su presencia. En este sentido, santo Tomás de Aquino habla de la oculata fides de los Apóstoles, la fe que ve, ante la visión corpórea del Resucitado. Vieron a Jesús resucitado con sus propios ojos y creyeron, es decir, pudieron penetrar en la profundidad de aquello que veían para confesar al Hijo de Dios, sentado a la derecha del Padre.
    Sólo así, mediante la encarnación, compartiendo nuestra humanidad, el conocimiento propio del amor podía llegar a su plenitud. En efecto, la luz del amor se enciende cuando somos tocados en el corazón, acogiendo la presencia interior del amado, que nos permite reconocer su misterio. Entendemos entonces que en Juan, junto al ver y escuchar, la fe es también tocar, como afirma en su primera Carta. Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos y palparon nuestras manos acerca del Verbo de la vida. 1 Jn 1,1 Con su encarnación, con su venida entre nosotros, Jesús nos ha tocado y, a través de los Sacramentos, también nos toca hoy; de este modo, transformando nuestro corazón, nos ha permitido y nos sigue permitiendo reconocerlo y confesarlo como Hijo de Dios.
    Con la fe, nosotros podemos tocarlo, y recibir la Energía de su Gracia. Si no veo la marca de los clavos en sus manos, no pongo el dedo en el lugar de los clavos y la mano en su pleura, no lo creeré. Señor mío y Dios míoJn 20, 25-29 Agustín de Hipona, comentando el pasaje de la hemorroísa que toca a Jesús para curarse, afirma, tocar con el corazón, eso es creer. Lc 8, 45-46 También la multitud se agolpa en torno a él, pero no lo roza con el toque personal de la fe, que reconoce el misterio del Hijo unido al Padre y al Espíritu. Cuando estamos configurados con Jesús, recibimos ojos adecuados para verlo. Ese ver confluye en un compromiso evangélico que prolonga la Carne del Resucitado en los hermanos y en el cosmos. Brille ante los hombres la Luz que hay en ustedes, a fin de que vean sus buenas obras y glorifiquen al Padre que está en el Cielo. Mt 5, 13-16

   

miércoles, 21 de agosto de 2013

174. Fe que conoce entregándose, como María, al Amor: Rom 10, 9-13

   
   Porque si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvado. El Año de la fe nos pide renovar nuestra fe viva que obra por el amor, Gal 5, 6 no la fe muerta que también tienen los demonios y tiemblan. Sant 2, 19 Tenemos que considerar el tipo de conocimiento que nos da la fe. Con el corazón se cree nos revela la Biblia, pues el corazón es el centro del hombre, donde se entrelazan todas sus dimensiones, cuerpo alma y espíritu, interioridad con apertura a los otros y al mundo, entendimiento, voluntad, afectividad y sexualidad. El corazón es capaz de mantener unidas estas dimensiones porque en él nos abrimos a la Vida, la Verdad y el Amor; al Padre al Verbo y al Espíritu; y dejamos que nos toquen y nos transformen en un lento proceso de desarrollo. Esta interacción de la fe con el amor nos permite comprender el tipo de conocimiento propio de la fe, su fuerza de convicción y su capacidad de iluminar nuestros pasos. La fe conoce porque nosotros hemos conocido y creído que Dios es Amor. El conocer de la fe es el que nace cuando recibimos y damos el amor de Dios. 
Ludwig Wittgenstein, 1889-1951 explica la conexión entre fe y certeza. Según nos dice este filósofo y hombre de ciencia, creer sería algo parecido a una experiencia de enamoramiento, entendida como algo subjetivo, que no se puede proponer como verdad válida para todos. En efecto, el hombre moderno cree que la cuestión del amor tiene poco que ver con la verdad. El amor se concibe hoy como una experiencia que pertenece al mundo de los sentimientos volubles, livianos y líquidos, y no a la verdad. Esta descripción del amor expresa lo que sucede en muchos pero no es adecuada. El amor no se puede reducir a un sentimiento que va y viene. Tiene que ver con nuestro cerebro, afectividad y sexualidad, pero regulados por la razón y la fe abrirlos al ser amado iniciando un sendero, que consiste en salir del aislamiento del propio yo para encaminarse hacia la otra persona y construir una relación respetuosa y duradera. Yo te acepto a ti, como mi esposa, y prometo serte fiel en lo próspero y en lo adverso, en la salud y en la enfermedad, y amarte y respetarte, todos los días de mi vida. 
    El amor tiende a la unión con la persona amada que siempre permanece diferente. Y así se puede ver en qué sentido el amor tiene necesidad de verdad. Sólo en cuanto está fundado en la verdad, el amor puede perdurar en el tiempo y permanecer firme para dar consistencia a un camino en común. Si el amor no tiene que ver con la verdad, está sujeto al vaivén de las emociones y no supera la prueba del desgaste temporal. El amor verdadero unifica todas las partes de la persona y se convierte en la Luz hacia una vida en abundancia. Sin verdad, el amor no puede ofrecer un vínculo sólido, no consigue librarnos del aislamiento y la fugacidad del instante, para edificar vidas en comunión y dar fruto. Quien no ama y no es amado, no existe. Si no tenemos fe no conoceremos. Sólo existimos cuando somos amados y amamos. 
    La Iglesia que es Amor, Joseth Ratzinger en Jesús resucitado es como un sacramento del Amor, signo e instrumento de la íntima unión con la Trinidad y de la unidad de todo el género humano, está en función de su misión al mundo y al Reino Celestial. Es una manifestación terrenal mistérica de la esencia del cristianismo, la encarnación en María del Verbo que por su Pascua de muerte y Vida nos da a la Trinidad. La Iglesia está en tránsito, no puede apegarse a forma alguna de este planeta. Aquí, ahora, en este momento y siempre, es peregrina, todas sus formas tienen fecha de caducidad. Toda época, con su cizaña, es buena pues su tiempo tiene la Forma de la Eternidad. Los pastores deben tener urgencia de aclarar el sentido de la vida en perspectiva de la Nueva Ciudad, y los monjes de mostrar un vislumbre de esa Novedad Total asimilándose a María.
    Por ser un sacramento o signo temporal de la Resurrección universal, la Iglesia y cada comunidad, tiene que mostrar a la Siempre Virgen María, monje mónos; Madre de Dios y de todos los hombres, paternidad y maternidad espiritual; Inmaculada, pureza de corazón meta, scopos del monje, inseparable de los rostros dolientes de los pobres que son los Rostros sufrientes de la Totalidad de Cristo; y Asunta al Cielo, el Reino fin o télos de la vida monástica. No sea que se nos esfume el Unum necessarium de la Virgen que, después de Pentecostés, despareció amando en su monasterio de Éfeso o en su casa de Jerusalén, dimensión contemplativa de la Virgen orante en Cristo con la Iglesia, en la Primera y Nueva Evangelización de los anawim. Mulieris dignitatem
    El carisma monástico mariano deja a los clérigos y laicos la custodia efectiva del mundo, como hizo la Virgen, llevándolos a todos sin embargo, de manera afectiva en el misterio de la unión del Universo con el Padre el Verbo y el Espíritu, a su mística tumba de Éfeso. Huye, no obstante, del peligro de una clausura autoreferencial. Hay gran diferencia entre clausura local y mental; y la clausura local puede tender a una clausura mental. Las monjas y monjes somos una rara avis del sacramento eclesial si por la Transubstanciación Eucarística subimos al monte de la Transfiguración desapareciendo en el Resucitado cual la Mujer vestida del Sol en el cosmos.
    El Papa Bergoglio visitó por segunda vez a las Clarisas que están en Albano dentro de la jurisdicción del Vaticano. La vicaria Maria Concetta cuenta que les dijo. La mujer consagrada es un poco como María. María está en el Paraíso detrás de la puerta; San Pedro no siempre abre la puerta cuando llegan los pecadores y entonces María sufre, pero se queda allí. Y de noche, cuando se cierran las puertas del paraíso, cuando nadie ve ni oye, María abre la puerta del Cielo y hace que entren todos. En estas palabras vimos nuestra misión. Nuestra vocación a la vida contemplativa de clausura, que hoy no todos comprenden. En el silencio, en la oscuridad, de noche, cuando nadie ve, nadie sabe, nadie oye, cuánta gente pasa delante de los monasterios de vida contemplativa y no sabe quién está dentro y qué hace, en ese silencio, en esa noche, se desarrolla nuestra misión. Abrir las puertas del Paraíso para que entre toda la humanidad, hermanas y hermanos, que quizá ni conocen ni han recibido el don de la fe. Como María, abrir aquella puerta; dar confianza y esperanza. Nadie lo sabe pero eso no importa, lo sabe Dios y María.
   El primer sermón de Bernardo sobre la Asunción de la  Bienaventurada María se llama De gemina assumptione, La dos Asunciones. Aunque breve, tiene dos páginas y media, dividido en cuatro secciones, es muy teológico y profundo. No es fácil de entender y se debe leer y orar varias veces, y en latín si es posible. Como suele hacerlo juega con los diferentes significados de una palabra, en este caso asunción que puede significar, elegir, aceptar, recibir, ascender. Wittgenstein estudió este aspecto del lenguaje en sus Investigaciones. Sostiene que el significado de las palabras está en función de su uso en el lenguaje comunitario. Esos usos son muchos y multiformes, el criterio para determinar el uso correcto de una palabra estará determinado por el contexto al cual pertenezca, que siempre será un reflejo de la forma de vida de los hablantes. Dicho contexto recibe el nombre de juego de lenguaje, Sprachspiel, lo absurdo de una palabra radicará en usarla fuera del juego de lenguaje que le es propio. A nosotros, 900 años después, Bernardo puede resultar artificioso, como les resultará a los que nos lean dentro de mil años. Estarán en otro juego.
    Llama a la Virgen Inventora de la Gracia, inventrici gratiae, un precioso regalo que le enviamos al Cielo, un feliz gesto de amistad, que es dar y recibir, asciende un fruto sublime de la tierra y descienden dones para la humanidad que Ella envía, pues sus vísceras quedaron llenas de amor, al reposar durante nueve meses en su seno el Dios que es Amor.
    Y plantea su tesis de la doble asunción o recibimientos. Ella recibió al que vino a la aldea de este mundo, Lc 10-38-42, era el Evangelio que se leía antes para la Asunción  y  hoy es acogida por Él en la Ciudad Santa. No hay en esta tierra un lugar más sagrado que el templo de su útero virginal. Ni existe en el cielo una sede más gloriosa que la que hoy regala su propio Hijo a María. Cuán dichosos son estos dos recibimientos, ya que cualquiera de los dos es incomprensible. Busquen una persona que les explique cómo se hizo carne el Verbo de Dios, viniendo el Espíritu y el Padre que la cubre con el poder de su sombra. Busquen quien les explique la gloria que envuelve hoy a la Reina del mundo, el entusiasmo con que salen a su encuentro los ángeles y los santos, y los cantos con que la acompañan a su sede. Verán que nadie les podrá explicar cómo fue engendrado Cristo y en qué consistió la asunción de María. Feliz la Virgen, y feliz por mil motivos, cuando acoge al Salvador y cuando es acogida por Él.
    San Bernardo de Claraval nos ilumina cómo encarnación y asunción son dos momentos de la misma dinámica del Amor. Cuando recibimos y encarnamos al Verbo se inicia nuestra deificación por las virtudes, que no crecen por adición cuantitativa, más agua en una tina, sino por arraigo cualitativo de actos cada vez más intensos en la persona a la que van transfigurando, lo que culmina en la asunción después de la muerte y en la resurrección universal. 
    El carisma monástico mariano nos hace experimentar que la obediencia de la fe viva de María, Mater Verbi et Mater fidei, Verbum Domini, 27 es el camino de nuestra entrega al Amor. Los contenidos integrales de la fe demuestran que hay que entregarse primero al Amor Liberador, confesando que Jesús es el Señor, y dejar que toda obediencia de la fe sea un pondus amoris, un peso que nos obliga a inclinarnos por puro Amor, no una respuesta a una mandato impositivo, despótico y esclavizante. Pues con el corazón se cree en la Nueva Creación del Amante, el Amado y el Amor.

miércoles, 7 de agosto de 2013

173. Fe, entender y subsistir, Verdad subsistencia de verdades: Is 7, 1-9



    El Señor dijo a Isaías, ve al encuentro de Ajaz, tú y tu hijo Sear Iasub, que significa Un Resto Volverá, y dile. Si no creen no entenderán. La versión griega de la Biblia traduce así las palabras del profeta Isaías al rey de Judá Ajaz. 736-716 De este modo, la cuestión del conocimiento de la verdad se colocaba en el centro de la fe. Pero en el texto hebreo el profeta dice al rey, si no creen no subsistirán. Se trata de un juego de palabras con dos formas del verbo ’amán, creer, taamínu, y subsistir teaménu. Amedrentado por la fuerza de sus enemigos, el rey busca la seguridad de una alianza con el imperio asirio. El profeta le invita entonces a fiarse sólo de la verdadera roca que no vacila, el Dios de Israel. Puesto que Dios es fiable, es razonable tener fe en él, cimentar la propia seguridad sobre su Palabra. Es este el Dios al que Isaías llamará más adelante dos veces el Dios del Amén, Is 65,16 fundamento indestructible de fidelidad a la alianza. Francisco, Lumen fidei
    Se podría pensar que la versión griega al traducir subsistir  por entender, ha hecho un cambio profundo del sentido del texto, pasando de la noción bíblica de confianza en Dios a la griega de comprensión. Sin embargo, esta traducción, que aceptaba el diálogo con la cultura helenista, no es ajena a la dinámica profunda del texto hebreo. La subsistencia que Isaías promete al rey pasa por entender la acción de Dios y de la unidad que él confiere a la vida del hombre y a la historia del pueblo. El profeta invita a comprender los caminos del Señor, descubriendo en la fidelidad de Dios el plan de sabiduría que proyecta los siglos. San Agustín hizo una síntesis de entender y subsistir en sus Confesiones, cuando habla de fiarse de la verdad para mantenerse en pie, me estabilizaré y consolidaré en ti, en tu Verdad. Por el contexto sabemos que Agustín quiere mostrar cómo esta verdad fidedigna de Dios, según aparece en la Biblia, es su presencia fiel a lo largo de la historia, su capacidad de mantener unidos los tiempos, recogiendo la dispersión de los días del hombre.
    Leído a esta luz, el texto de Isaías lleva a una conclusión, el hombre tiene necesidad de conocimiento, tiene necesidad de verdad, porque sin ella no puede subsistir, no va adelante. La fe, sin verdad, no salva, no da seguridad a nuestros pasos. Se queda en una bella fábula, proyección de nuestros deseos de felicidad, algo que nos satisface en la medida en que queramos hacernos una ilusión. O bien se reduce a un sentimiento hermoso, que consuela y entusiasma, pero dependiendo de los cambios en nuestro estado de ánimo o de la situación de los tiempos, e incapaz de dar continuidad al camino de la vida. Si la fe fuese eso, el rey Ajaz tendría razón en no jugarse su vida y la integridad de su reino por una emoción. En cambio, gracias a su unión intrínseca con la Verdad, la fe es capaz de ofrecer una luz nueva, superior a los cálculos del rey, porque ve más allá, porque comprende la actuación de Dios, que es fiel a su alianza y a sus promesas.
    Recuperar la conexión de la fe con la verdad es hoy aun más necesario por la crisis de verdad en que nos encontramos. En la cultura contemporánea se tiende a menudo a aceptar como verdad sólo la verdad tecnocientífica, es verdad aquello que el hombre consigue construir y medir con su ciencia; es verdad porque funciona y así hace más cómoda y fácil la vida. Hoy parece que ésta es la única verdad cierta, la única que se puede compartir con otros, la única sobre la que es posible debatir y comprometerse juntos. Por otra parte, estarían después las verdades del individuo, que consisten en la autenticidad con lo que cada uno siente dentro de sí, válidas sólo para uno mismo, y que no se pueden proponer a los demás con la pretensión de contribuir al bien común. La Verdad grande, la Verdad que explica la vida personal y social en su conjunto, es vista con sospecha. Esa ha sido la verdad que han pretendido los grandes totalitarismos del siglo pasado, una verdad que imponía su propia concepción global para aplastar la historia concreta del individuo. Así, queda sólo un relativismo en el que la cuestión de la Verdad Total, que es en el fondo la cuestión de Dios, ya no interesa. En esta perspectiva, es lógico que se pretenda deshacer la conexión de la religión con la verdad, porque este nexo estaría en la raíz del fanatismo, que intenta arrollar a quien no comparte las propias creencias. A este respecto, podemos hablar de un gran olvido en nuestro mundo contemporáneo. En efecto, la pregunta por la verdad es una cuestión de memoria, de memoria profunda, pues se dirige a algo que nos precede y, de este modo, puede conseguir unirnos más allá de nuestro yo pequeño y limitado. Es la pregunta sobre el origen de todo, a cuya luz se puede ver la meta y, con eso, también el sentido del camino común. La Verdad Total amalgama nuestras verdades parciales.
    Desdramatizar el acontecer de la caducidad es algo cada vez más percibido por el postmodernismo. El hombre no vuela como el pájaro, ni nada como el pez, ni corre como el tigre. Comienza torpe, aprende con dificultad, acaba desvalido. Vuelve a la tierra y no sabemos del todo que ocurre con él. Muchos creen que pasa a otra vida, otros piensan que con la muerte el individuo se deshace, en ambos casos se habla de lo que se cree no de lo que se comprende. Puede organizar y estabilizar algo su vida en la tierra, pero es también responsable de desastres y crueldades sin igual. Es el enigma de la evolución. No sólo aparece y enseguida pasa. El hombre vive pasando, envejeciendo, deshaciéndose con el sello de la caducidad. El verdadero motor y la casi siempre tácita finalidad de todo lo que sucede entre los humanos es el dinero. Es el soberano que sostiene familias y amistades, decide sobre ciencia, moral y religión, arropa o desnuda artes y deportes y, por ser el que pone y depone a los gobernantes, es la eminencia gris de la política. Los mismos movimientos religiosos que suelen comenzar pobres y humildes, como intentos de elevar al hombre por encima de su mezquindad y de mamona, acaban convirtiéndose casi siempre en potencias políticas cuya influencia depende del dinero que manejan. Niñez, juventud, madurez, vejez y muerte. Todos los fenómenos humanos recorren ese camino. Un amor, una familia, una profesión tienen su nacer, su cénit, su declive, caída y muerte. Luego el modelo de convivencia, tanto en el matrimonio, como la vida consagrada y clerical, pasan del entusiasmo a la lucha contra el aburrimiento de la repetición. Es mejor que estos compromisos sean temporales, el que una opción o estado de ánimo acabe después de un tiempo no es un defecto, sino una cualidad del hombre caduco y cambiar es la forma genuina de desarrollo de la caducidad. La muerte es inevitable, no hay que buscar respuestas, pero sí respetar el misterio. La imaginación debe abrir senderos sin tragedias, que permitan en paz, sin miedo y con alegría, entrar en la oscuridad de nuestra finitud caduca. José Sánchez de Murillo, director del Instituto de investigaciones científicas Edith Stein de München
    Aunque no como las cosas pero sí parecidos, en nuestra dignidad humana tenemos fecha de elaboración, lote y caducidad. La revelación hablaría de conclusión de la peregrinación por este mundo. Sin olvidar los dolores y el enigma de la muerte, no obstante el que se me dé un tiempo limitado tiene sus encantos. Los griegos ya lo habían percibido, la inmortalidad de los dioses o ángeles helenos era más una carga insoportable que una bendición. En un mito, parecido a la historia de David acostándose con Betsabé y asesinando a su esposo Urías, 2 Sam 11 
    Zeus se enamora de la esposa de Anfitrión, joven soldado del ejército griego. Mercurio le sugiere a Zeus que aleje a Anfitrión en alguna maniobra bélica para que en su ausencia se haga pasar por él y hacer el amor con su esposa. Pero terminada la aventura ambos mantienen un diálogo que trastorna a Zeus, ella habla de su juventud, de envejecer y de morir. Y Zeus le dice a Mercurio, nos falta la urgencia de lo pasajero, el anhelo por algo que tenemos la certeza nunca podremos retener. No se sabe si los humanos amarían tanto si supieran que no van a morir. Hasta la inmortalidad de Adán y Eva era caduca, debían irse al Cielo. 
    La urgencia nos viene de perlas, no nos permite empantanarnos, maravillosa ocurrencia de Dios para nuestra cosecha. La caducidad lejos de hacer temporales nuestros compromisos los refuerza, pronto vamos a completar y nuestra misión debe acabar, aunque siempre resulte inacabada, y tengamos que dejarles la continuación a nuestros sucesores. Tenemos que partir hacia otros Mundos, la Verdad de la fe nos hace entender mucho más y le da subsistencia a algo obvio, hay que dejar este planeta e ir hacia la Trinidad en su dimensión cara a cara. Misterio sorprendente, Zeus tuvo que seguir con su mitológica inmortalidad, el Dios Verdadero prefirió y sufrió la muerte en solidaridad, enamorado de sus criaturas caducas. Sabiendo Jesús que había llegado su Hora de pasar de este mundo al Padre, amó a los suyos hasta el fin, lavándole los pies a sus discípulos para que tuvieran fe que Él es Yo Soy Amor. Jn 13, 1-20; Ex 3, 14; Deut 6, 4-9; 1 Jn 4, 7-16