viernes, 2 de noviembre de 2012


128. Juan de Ávila y la escucha de Jesús que nos diviniza en su Iglesia: Sal 45



     Me brota del corazón un hermoso poema. Dedico mis versos al rey. Mi lengua es como la pluma de un hábil escribiente. Tú eres guapo, el más guapo de los hombres, la gracia se derramó sobre tus labios, y tu trono, como el de Dios, permanece para siempre. Escucha, hija mía, Audi filia mira y presta atención. Olvida tu pueblo y tu casa paterna, y el rey se prendará de tu hermosura. Este salmo es un poema nupcial cantado durante las bodas de un rey israelita con una princesa extranjera. La primera parte está dedicada al rey, y la segunda a su esposa. El libro más famoso del Maestro Juan de Ávila que comenzó a escribir cuando estaba en la cárcel en 1531 y se publicó de manera clandestina, 25 años después en 1556, se llama Audi filia. Felipe II la estimó tanto que mandó nunca faltara en El Escorial, y el obispo de Toledo dijo que ese libro había convertido más almas que letras tenía. Juan nació en Almodóvar, el 6/I/1499. Apasionado sacerdote diocesano, predicador, estudioso y escritor espiritual. Beatificado por León XIII en 1894, Pío XII lo declaró Patrono del clero español en 1946, Pablo VI lo canonizó en 1970 y Benedicto XVI lo proclamó doctor de la Iglesia el 7/X/2012 junto a la mística alemana Hildegarda de Bingen, en la misa de apertura del Sínodo sobre la Nueva Evangelización.
    Hijo único de Alfonso de Ávila, de ascendencia judía, y Catalina Gijón, quienes poseían minas de plata en Sierra Morena, muy ricos y de elevada posición social, lo hicieron estudiar leyes en Salamanca desde los 14 años, pero a los cuatro años dejó los estudios empujado por su búsqueda vocacional y se retiró a su natal Almodóvar, donde comenzó una vida de dura penitencia desde los 18 a los 21 años. Aconsejado por un franciscano, se marchó en 1520 a estudiar Artes y Teología a Alcalá de Henares hasta 1526. Allí fue alumno de Domingo de Soto y trabó amistad con Pedro Guerrero, futuro arzobispo de Granada; también trató a Francisco de Osuna y a san Ignacio de Loyola. Durante los estudios fallecieron sus padres y, al ordenarse sacerdote en 1526, celebró en memoria suya su primera misa en Almodóvar, vendió todos los bienes de la cuantiosa fortuna que había heredado y repartió el dinero entre los pobres, para después, con libertad, dedicarse a la evangelización, empezando por su mismo pueblo. Un año más tarde se ofreció como misionero al nuevo obispo de Tlaxcala en México Julián Garcés, pero el obispo de Sevilla, Alonso Manrique, le pidió que dejara esa idea y evangelizase Andalucía, a la que se entregó de lleno. Su teología orante y sapiencial se acerca al pueblo simple y español con su idiosincrasia manchega.
    Su habilidad como predicador provocó envidias y malos entendidos. Algunos clérigos lo denunciaron ante la Inquisición de Sevilla en 1531, cuando tenía 32 años y 5 de presbítero. Encarcelado en el Castillo de San Jorge de Triana hasta 1533 y acusado de Erasmismo, entente entre reformados y católicos, hubo 5 testigos acusadores contra 55 a su favor. Se lo absolvió con la salvedad de haber proferido en sus homilías y fuera de ellas algunas proposiciones male sonans, y bajo pena de excomunión, que las aclarase en los lugares donde las había predicado. Decidió dejar Sevilla y se incardinó a la diócesis de Córdoba. Siguió estudiando en la Universidad de Granada.
     Juan fue en vida un santo entre muchos santos. Contemporáneo, amigo y consejero, de grandes santos y uno de los maestros espirituales más prestigiosos y consultados de su tiempo. San Ignacio de Loyola, que le tenía gran aprecio, deseó que entrara en la Compañía de Jesús; no sucedió así, pero el Maestro orientó hacia ella una treintena de sus mejores discípulos. Juan Ciudad, después San Juan de Dios, fundador de la Orden Hospitalaria, se convirtió escuchando al Santo Maestro y desde entonces se acogió a su guía espiritual. El muy noble San Francisco de Borja, otro gran convertido por mediación del Padre Ávila, terminó siendo Prepósito general de la Compañía de Jesús. Santo Tomás de Villanueva, arzobispo de Valencia, difundió en sus diócesis y por todo el Levante español su método catequístico. Otros conocidos suyos fueron San Pedro de Alcántara, provincial de los Franciscanos y reformador de la Orden; San Juan de Ribera, obispo de Badajoz, que le pidió predicadores para renovar su diócesis y, arzobispo de Valencia después, tenía en su biblioteca un manuscrito con 82 sermones suyos; Teresa de Jesús, hoy Doctora de la Iglesia, que padeció grandes trabajos hasta que pudo hacer llegar al Maestro el manuscrito de su Vida; San Juan de la Cruz, también Doctor de la Iglesia, que conectó con sus discípulos de Baeza y le facilitaron la reforma del Carmelo masculino; el Beato Bartolomé de los Mártires, que por amigos comunes conoció su vida y santidad y algunos más que reconocieron la autoridad moral y espiritual del Maestro. Carta apostólica del Papa Benedicto XVI mediante la cual proclama a san Juan de Ávila, Doctor de la Iglesia Universal
      Buen conocedor de su tiempo y con óptima formación académica, Juan de Ávila se destacó como teólogo y humanista. Propuso la creación de un Tribunal Internacional de arbitraje para evitar las guerras. Inventó y patentó obras de ingeniería y preocupado por la educación de niños y jóvenes, sobre todo de los seminaristas, fundó varios Colegios menores y mayores que después de Trento, se convirtieron en Seminarios conciliares. Fundó asimismo la Universidad de Baeza, autorizada en 1538 por una Bula del Papa Pablo III en la que lo llama predicador insigne del Verbo de Dios. En 1554 enfermó de gravedad y se retiró a una casa en Montilla. Ahí estuvo sus últimos 15 años y, aunque desmejorando cada vez más, siguió activo ejerciendo su apostolado  por medio de sus obras literarias y su enorme correspondencia. Nombrado asesor teológico en las dos últimas sesiones de Trento, al no poder viajar redactó los Memoriales que influyeron en el Concilio. Junto a sus discípulos y amigos y aquejado de fortísimos dolores, con un Crucifijo entre las manos, entregó su alma inmortal al Señor el 10/X/1569.
    Dice que los sacerdotes en la misa deben ponerse en el altar en persona de Cristo a hacer el oficio del Redentor, encarnando con humildad, el amor paterno y materno de Dios. Ello requiere frecuentar la Palabra y la Eucaristía, ser pobre, ir al ambón templado por el estudio y la oración, anunciar la primacía de la Gracia y la confianza en el infinito Amor que Dios nos tiene, amando a la Iglesia Esposa del Resucitado. Al enseñar aludía sin cesar al bautismo y a la redención para impulsar a la santidad. Explicaba que la vida espiritual, participación en la vida trinitaria, parte de la fe en Dios Amor, se basa en la bondad de Cristo y está toda ella movida por el Espíritu; es decir, por el amor a Dios y a los hermanos. La prueba del amor a Jesús está en el amor al prójimo y en el aprecio a las cosas creadas ordenadas por el Amor. Invita a ser fervorosos misioneros, desde la dimensión eclesial y mariana, a partir de la contemplación y la propia divinización. Escucha Hija Iglesia, mira y presta atención, a lo que te dice tu Señor, Jesucristo Rey Universal.

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