jueves, 14 de febrero de 2013


154. Mística de la fe, la esperanza y el amor: Ef 2, 7-10



    Dios ha querido demostrar la inmensa riqueza de su Gracia por el amor que nos tiene en Cristo. Porque ustedes han sido salvados por su Gracia, mediante la fe. Esto no proviene de ustedes, sino que es un don de Dios. Y no es el resultado de las obras para que nadie se gloríe. Nosotros fuimos creados en Jesús, a fin de realizar aquellas obras buenas, que Dios preparó de antemano para que en ellas camináramos. La fe es la respuesta al Amor que la Trinidad nos tiene, y hay un lazo indisoluble entre fe, esperanza y caridad. Son virtudes teologales distintas pero no se pueden separar, y menos en la experiencia mística, de lo contrario nos será imposible aprender a mirar con los ojos de Dios.
    No podemos desligar u oponer, fe esperanza y caridad. Las tres virtudes teologales están unidas, aunque nuestros pecados las pueden desglosar. Es equivocado ver en ellas un contraste o una dialéctica. Por un lado representa una limitación la actitud de quien hace hincapié en la prioridad y el carácter decisivo de la fe; subestimando y despreciando con derrotismo la esperanza en la Vida Eterna, y los bienes terrenales que nos ayudan a llegar a Ella con el auxilio de Dios; y las obras concretas de caridad; reduciéndolas a un humanitarismo genérico. Por otro lado también es limitado sostener una supremacía exagerada de la confianza propia en las pequeñas y grandes esperanzas, y de la laboriosidad de la caridad; pensando que el optimismo y las obras pueden sustituir a la fe. Una vida espiritual sana huye tanto del fideísmo como del ilusorio optimismo trascendental y del hiperactivismo natural y enfermizo.
    Ser cristiano consiste en un continuo subir a la montaña de la transfiguración, al encuentro con Jesús, para volver a bajar, trayendo el optimismo y el amor que derivan de Cristo, a fin de servir a nuestros hermanos con el mismo amor y esperanza que le tenemos a Él. En la Biblia el celo de los apóstoles por el anuncio del Evangelio que suscita la fe está vinculado a la solicitud caritativa respecto al servicio de los pobres. Hech 6,1-4 En la Iglesia, contemplación, confianza y acción, simbolizadas en Marta y María, deben coexistir e integrarse. Lc 10, 38-42 La prioridad corresponde siempre a la relación con Dios y la espera y el compartir evangélico deben estar arraigados en la fe, pues sin ella no hay ni amor ni esperanza vivientes. Otrosí, sin amor sobrenatural por el pecado mortal, debemos seguir fuertes en la fe y la esperanza, Jesús está siempre a la búsqueda de nosotros pecadores.
    A veces se tiene la tendencia a reducir el término caridad a la solidaridad o a la simple ayuda humanitaria. En cambio, es importante recordar que la mayor obra de caridad es la evangelización o servicio de la Palabra. Ninguna acción es más benéfica y, por tanto, caritativa hacia el prójimo que partir el pan de la Palabra y el Sacramento, hacerle partícipe de la Buena Nueva del Evangelio, introducirlo en la relación con las Tres Personas de Dios. La evangelización es la promoción más alta e integral de la persona humana. El anuncio de Cristo es el primer y principal factor de desarrollo. La verdad originaria del amor de Dios por nosotros, vivida y anunciada, abre nuestra existencia a aceptar este amor haciendo posible el desarrollo integral de la humanidad y de cada hombre. En definitiva, todo parte del amor y tiende al amor. Conocemos el amor gratuito de Dios mediante el anuncio del Evangelio. Si lo acogemos con fe, recibimos el primer contacto con Dios, capaz de hacernos enamorar con confianza inalterable del Amor, para después vivir y crecer en este Amor y comunicarlo con paz y gozo a los demás. Es necesaria la prioridad de la fe, la convicción de la esperanza de que hay muchos más bienes que males y que Dios vence el mal, el pecado y la muerte; y la primacía absoluta del Amor que nunca muere, sin el cual la fe y la esperanza están informes, muertas.
    Cuando los dones del Espíritu, que actúan cuando Dios quiere y de modo divino, nos introducen en la mística del Misterio del Trino Dios, que envuelve a los hombres y el universo, nos liberamos de ser cronófagos, devoradores de tiempo en esta sociedad digital. Hasta los monasterios pueden contagiarse del frenesí de monjes o monjas abejitas neurotizadas al ritmo vertiginoso de las corridas detrás de las campanas, que ya no son la voz de Dios, de la Eternidad; sino del tiempo útil que expulsa a cualquier zángano que se atreva a detenerse en el deleite prohibido de la contemplación del bellísimo ocaso crucificado o el amanecer resucitado del Sol de Justicia.
    Como la mística toma todo nuestro ser, cuerpo psiquis y espíritu en el cosmos, vísceras, corazón y cerebro, hay matices en las formas concretas del misticismo personal de cada uno. Hay místicos de la fe, absorbidos por la Luz de la Gnosis que nos viene del Pasado; de la esperanza confiados con Optimismo inquebrantable en el Futuro; y del amor cual Servicio en el Presente. Gustar con armonía y quietud del tiempo que pasa, imbuido de Evo y Eternidad; detenerse para orar sin pensar pero nunca negando la razón, entregarse generosos en la Manos de la Providencia que guía nuestras vidas. Si se quiere de manera fenomenológica, hay místicos orantes, lectores o trabajadores.
    No obstante, en todos ellos el Salto es idéntico. Está en liberarse, soltar, desapegarse, dejar, abandonar, desaparecer amando. Es el salto que está dando Benedicto XVI, debido a la disminución de sus energías por el envejecimiento, que le impediría la enorme eficacia pastoral que requiere el servicio petrino, llevándolo a cabo con más vigor en el mundo actual, con todas sus exigencias y dinamismos, necesidad de máxima importancia para el bien de toda la Iglesia Universal.

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