miércoles, 21 de agosto de 2013

174. Fe que conoce entregándose, como María, al Amor: Rom 10, 9-13

   
   Porque si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvado. El Año de la fe nos pide renovar nuestra fe viva que obra por el amor, Gal 5, 6 no la fe muerta que también tienen los demonios y tiemblan. Sant 2, 19 Tenemos que considerar el tipo de conocimiento que nos da la fe. Con el corazón se cree nos revela la Biblia, pues el corazón es el centro del hombre, donde se entrelazan todas sus dimensiones, cuerpo alma y espíritu, interioridad con apertura a los otros y al mundo, entendimiento, voluntad, afectividad y sexualidad. El corazón es capaz de mantener unidas estas dimensiones porque en él nos abrimos a la Vida, la Verdad y el Amor; al Padre al Verbo y al Espíritu; y dejamos que nos toquen y nos transformen en un lento proceso de desarrollo. Esta interacción de la fe con el amor nos permite comprender el tipo de conocimiento propio de la fe, su fuerza de convicción y su capacidad de iluminar nuestros pasos. La fe conoce porque nosotros hemos conocido y creído que Dios es Amor. El conocer de la fe es el que nace cuando recibimos y damos el amor de Dios. 
Ludwig Wittgenstein, 1889-1951 explica la conexión entre fe y certeza. Según nos dice este filósofo y hombre de ciencia, creer sería algo parecido a una experiencia de enamoramiento, entendida como algo subjetivo, que no se puede proponer como verdad válida para todos. En efecto, el hombre moderno cree que la cuestión del amor tiene poco que ver con la verdad. El amor se concibe hoy como una experiencia que pertenece al mundo de los sentimientos volubles, livianos y líquidos, y no a la verdad. Esta descripción del amor expresa lo que sucede en muchos pero no es adecuada. El amor no se puede reducir a un sentimiento que va y viene. Tiene que ver con nuestro cerebro, afectividad y sexualidad, pero regulados por la razón y la fe abrirlos al ser amado iniciando un sendero, que consiste en salir del aislamiento del propio yo para encaminarse hacia la otra persona y construir una relación respetuosa y duradera. Yo te acepto a ti, como mi esposa, y prometo serte fiel en lo próspero y en lo adverso, en la salud y en la enfermedad, y amarte y respetarte, todos los días de mi vida. 
    El amor tiende a la unión con la persona amada que siempre permanece diferente. Y así se puede ver en qué sentido el amor tiene necesidad de verdad. Sólo en cuanto está fundado en la verdad, el amor puede perdurar en el tiempo y permanecer firme para dar consistencia a un camino en común. Si el amor no tiene que ver con la verdad, está sujeto al vaivén de las emociones y no supera la prueba del desgaste temporal. El amor verdadero unifica todas las partes de la persona y se convierte en la Luz hacia una vida en abundancia. Sin verdad, el amor no puede ofrecer un vínculo sólido, no consigue librarnos del aislamiento y la fugacidad del instante, para edificar vidas en comunión y dar fruto. Quien no ama y no es amado, no existe. Si no tenemos fe no conoceremos. Sólo existimos cuando somos amados y amamos. 
    La Iglesia que es Amor, Joseth Ratzinger en Jesús resucitado es como un sacramento del Amor, signo e instrumento de la íntima unión con la Trinidad y de la unidad de todo el género humano, está en función de su misión al mundo y al Reino Celestial. Es una manifestación terrenal mistérica de la esencia del cristianismo, la encarnación en María del Verbo que por su Pascua de muerte y Vida nos da a la Trinidad. La Iglesia está en tránsito, no puede apegarse a forma alguna de este planeta. Aquí, ahora, en este momento y siempre, es peregrina, todas sus formas tienen fecha de caducidad. Toda época, con su cizaña, es buena pues su tiempo tiene la Forma de la Eternidad. Los pastores deben tener urgencia de aclarar el sentido de la vida en perspectiva de la Nueva Ciudad, y los monjes de mostrar un vislumbre de esa Novedad Total asimilándose a María.
    Por ser un sacramento o signo temporal de la Resurrección universal, la Iglesia y cada comunidad, tiene que mostrar a la Siempre Virgen María, monje mónos; Madre de Dios y de todos los hombres, paternidad y maternidad espiritual; Inmaculada, pureza de corazón meta, scopos del monje, inseparable de los rostros dolientes de los pobres que son los Rostros sufrientes de la Totalidad de Cristo; y Asunta al Cielo, el Reino fin o télos de la vida monástica. No sea que se nos esfume el Unum necessarium de la Virgen que, después de Pentecostés, despareció amando en su monasterio de Éfeso o en su casa de Jerusalén, dimensión contemplativa de la Virgen orante en Cristo con la Iglesia, en la Primera y Nueva Evangelización de los anawim. Mulieris dignitatem
    El carisma monástico mariano deja a los clérigos y laicos la custodia efectiva del mundo, como hizo la Virgen, llevándolos a todos sin embargo, de manera afectiva en el misterio de la unión del Universo con el Padre el Verbo y el Espíritu, a su mística tumba de Éfeso. Huye, no obstante, del peligro de una clausura autoreferencial. Hay gran diferencia entre clausura local y mental; y la clausura local puede tender a una clausura mental. Las monjas y monjes somos una rara avis del sacramento eclesial si por la Transubstanciación Eucarística subimos al monte de la Transfiguración desapareciendo en el Resucitado cual la Mujer vestida del Sol en el cosmos.
    El Papa Bergoglio visitó por segunda vez a las Clarisas que están en Albano dentro de la jurisdicción del Vaticano. La vicaria Maria Concetta cuenta que les dijo. La mujer consagrada es un poco como María. María está en el Paraíso detrás de la puerta; San Pedro no siempre abre la puerta cuando llegan los pecadores y entonces María sufre, pero se queda allí. Y de noche, cuando se cierran las puertas del paraíso, cuando nadie ve ni oye, María abre la puerta del Cielo y hace que entren todos. En estas palabras vimos nuestra misión. Nuestra vocación a la vida contemplativa de clausura, que hoy no todos comprenden. En el silencio, en la oscuridad, de noche, cuando nadie ve, nadie sabe, nadie oye, cuánta gente pasa delante de los monasterios de vida contemplativa y no sabe quién está dentro y qué hace, en ese silencio, en esa noche, se desarrolla nuestra misión. Abrir las puertas del Paraíso para que entre toda la humanidad, hermanas y hermanos, que quizá ni conocen ni han recibido el don de la fe. Como María, abrir aquella puerta; dar confianza y esperanza. Nadie lo sabe pero eso no importa, lo sabe Dios y María.
   El primer sermón de Bernardo sobre la Asunción de la  Bienaventurada María se llama De gemina assumptione, La dos Asunciones. Aunque breve, tiene dos páginas y media, dividido en cuatro secciones, es muy teológico y profundo. No es fácil de entender y se debe leer y orar varias veces, y en latín si es posible. Como suele hacerlo juega con los diferentes significados de una palabra, en este caso asunción que puede significar, elegir, aceptar, recibir, ascender. Wittgenstein estudió este aspecto del lenguaje en sus Investigaciones. Sostiene que el significado de las palabras está en función de su uso en el lenguaje comunitario. Esos usos son muchos y multiformes, el criterio para determinar el uso correcto de una palabra estará determinado por el contexto al cual pertenezca, que siempre será un reflejo de la forma de vida de los hablantes. Dicho contexto recibe el nombre de juego de lenguaje, Sprachspiel, lo absurdo de una palabra radicará en usarla fuera del juego de lenguaje que le es propio. A nosotros, 900 años después, Bernardo puede resultar artificioso, como les resultará a los que nos lean dentro de mil años. Estarán en otro juego.
    Llama a la Virgen Inventora de la Gracia, inventrici gratiae, un precioso regalo que le enviamos al Cielo, un feliz gesto de amistad, que es dar y recibir, asciende un fruto sublime de la tierra y descienden dones para la humanidad que Ella envía, pues sus vísceras quedaron llenas de amor, al reposar durante nueve meses en su seno el Dios que es Amor.
    Y plantea su tesis de la doble asunción o recibimientos. Ella recibió al que vino a la aldea de este mundo, Lc 10-38-42, era el Evangelio que se leía antes para la Asunción  y  hoy es acogida por Él en la Ciudad Santa. No hay en esta tierra un lugar más sagrado que el templo de su útero virginal. Ni existe en el cielo una sede más gloriosa que la que hoy regala su propio Hijo a María. Cuán dichosos son estos dos recibimientos, ya que cualquiera de los dos es incomprensible. Busquen una persona que les explique cómo se hizo carne el Verbo de Dios, viniendo el Espíritu y el Padre que la cubre con el poder de su sombra. Busquen quien les explique la gloria que envuelve hoy a la Reina del mundo, el entusiasmo con que salen a su encuentro los ángeles y los santos, y los cantos con que la acompañan a su sede. Verán que nadie les podrá explicar cómo fue engendrado Cristo y en qué consistió la asunción de María. Feliz la Virgen, y feliz por mil motivos, cuando acoge al Salvador y cuando es acogida por Él.
    San Bernardo de Claraval nos ilumina cómo encarnación y asunción son dos momentos de la misma dinámica del Amor. Cuando recibimos y encarnamos al Verbo se inicia nuestra deificación por las virtudes, que no crecen por adición cuantitativa, más agua en una tina, sino por arraigo cualitativo de actos cada vez más intensos en la persona a la que van transfigurando, lo que culmina en la asunción después de la muerte y en la resurrección universal. 
    El carisma monástico mariano nos hace experimentar que la obediencia de la fe viva de María, Mater Verbi et Mater fidei, Verbum Domini, 27 es el camino de nuestra entrega al Amor. Los contenidos integrales de la fe demuestran que hay que entregarse primero al Amor Liberador, confesando que Jesús es el Señor, y dejar que toda obediencia de la fe sea un pondus amoris, un peso que nos obliga a inclinarnos por puro Amor, no una respuesta a una mandato impositivo, despótico y esclavizante. Pues con el corazón se cree en la Nueva Creación del Amante, el Amado y el Amor.

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